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domingo, 23 de febrero de 2014

Las dos vidas del asesino de Trotsky

Crónica roja. La policía mexicana exhibe el piolet con el que
Mercader mató a León Trotsky

Enigma obsesivo de la literatura y el cine, la figura del español Ramón Mercader, espía y brazo ejecutor de Stalin, es revisitada por la escritora Nuria Amat, emparentada con él y autora de la novela “Amor y guerra”.

Diario Clarín - Ñ Revista de Cultura - Nuria Amat  21/02/14
Siempre supe que Ramón Mercader, responsable de haber dado muerte al recordado dirigente de la Revolución Rusa, León Trotsky, era para mí un asesino muy especial. En primer lugar, mi padre estaba emparentado con María Mercader, la esposa de Vittorio de Sica, y en lo que respecta a la familia, Ramón era poco menos que un demonio. Silencio sepulcral al respecto. Y, para añadir más misterio al enigma, la vida de Mercader ha sido uno de los más grandes secretos de la historia del comunismo soviético.

Elementos todos que, sumados, se convirtieron un buen día en tentación fulminante para una novelista entregada a descubrir intimidades, desvelar confidencias, atar cabos sueltos a personajes incómodos y poner sobre el tapete la luz reveladora de tanto misterio y manipulación política.

¿Cómo un joven catalán de veintisiete años, hijo de la burguesía barcelonesa, consiguió ser uno de los asesinos más conocidos y repulsados de la historia y con ello cambiar el curso de la misma? Para responder a fondo escribí una novela (Amor y guerra) y, posteriormente a su publicación, dediqué tres años más a una investigación sobre la verdadera personalidad del asesino, los motivos del crimen (ordenado, como es sabido, por Stalin) y el entramado de la importantísima red de espionaje soviético en la que Mercader llegó a ser considerado el agente más valorado.

Ramón Mercader ha pasado a convertirse en mi fantasma particular. Especialmente cuando el único nieto de Caridad Mercader consiguió comunicarse conmigo pidiéndome que en lo posible siguiera indagando y estableciendo claridad histórica sobre su tío y abuela. No he podido evitar desde entonces buscar la mejor respuesta a los datos ocultos ¿Fue Ramón Mercader el único ejecutor del crimen? ¿En qué consistió la sucesión de órdenes para que fuese un catalán el responsable del asesinato? ¿Por qué con la ayuda de un piolet, objeto primitivo, pudo perpetuar el crimen? ¿Llevaba otras armas mortíferas? ¿Cómo estos elementos, digamos surrealistas y sórdidos consiguen superar las estrategias criminales soviéticas más profesionales? ¿Cómo era Ramón? ¿Qué le indujo a hacer lo qué hizo? ¿Caridad Mercader del Río, madre del protagonista, estuvo realmente loca? ¿Amó a Stalin más que a sí misma? ¿Qué motivos hubo para que no fuera purgada y encarcelada por Stalin como todos los agentes soviéticos participantes del crimen? ¿Cuál era la relación entre madre e hijo antes del asesinato? ¿Por qué se negó Ramón a escapar a Moscú cuando su madre había articulado la estrategia para sacarlo de la prisión de Lecumberri? ¿Por qué concedieron a Mercader el Premio Lenin de la Paz? ¿Por qué “huyó” a Cuba? ¿El asesinato de Trotsky cambió, como dicen, la historia del siglo XX? ¿Fue Mercader asesor de Fidel Castro durante su exilio cubano? ¿Cuáles fueron los motivos de su muerte?

Y sobre todo: ¿por qué un silencio tan largo y espeso? Un riguroso silencio de sus protagonistas y de los testigos del hecho que persiste todavía pese a los cambios extraordinarios ocurridos en la antigua Unión Soviética y el mundo.
Mercader no es cualquier peón elegido al azar tal y como han querido presentarlo.
 
El origen de la leyenda
En un mes de febrero gélido de 1913, año en que Stalin se verá por primera vez con Trotsky en Viena, nace en Barcelona Ramón Mercader del Río, el agente especialísimo que asesinará al Jefe de la Revolución Roja, obedeciendo el catalán la orden del tirano soviético. Mercader: el hombre más secreto de la historia reciente, leyenda mundial en hervidero sobre la que especularán voces célebres del arte y de la cultura (Losey y Semprún, entre ellos) pero sin conseguir demostrar la verdad de su vida. Se trata, sin duda, de un asesino muy particular. ¿Sicario? Por supuesto, no. Estalinista hasta los huesos, sí. Producto de un tiempo en el que el oficio de matar era práctica corriente de héroes, idealistas y belicosos. Espía modélico conforme al canon de agentes secretos de la época. Republicano, inteligente, cultivado, marxista, burgués, bien educado, intrépido que, a diferencia de otro agente famoso (alias 007) creado por Ian Fleming, con quien el catalán guarda más de un parecido, trabajará a las órdenes del servicio secreto de Moscú siendo el mismo el agente más valorado de la Unión Soviética.

Finales de los años treinta de un siglo que Kafka llamó “la época más nerviosa de la historia”. Una gran crisis económica ha afectado al mundo capitalista y se desatan guerras en diferentes países. Millones de muertos. Poblaciones destruidas. Hitler, Stalin, Mussolini y Franco establecen dictaduras absolutas y mortíferas, hasta terminar en una guerra fría entre dos bloques. El occidental capitalista, liderado por Estados Unidos, y el oriental comunista, liderado por la Unión Soviética.

¿Qué papel representa Mercader, hijo de un fabricante textil de Barcelona, en este escenario sombrío? Nadie sabe ni quiere saber. Su vida, su forma de actuar, su formación, la red de espionaje de la que depende su silencio y su gran personalidad (siempre bajo la bota del gran verdugo Stalin) contribuyen a que la fábula en torno al asesino de un solo hombre prevalezca sobre su historia real, sorprenda incluso a la maquinaria espía soviética y pase a transformarse finalmente en mito. Es decir: en una fatal quimera.

Los dioses de la guerra tienen su parte de responsabilidad en tamaña vida novelesca. Nacido Ramón para ser industrial, abogado, deportista, historiador, periodista, diplomático, militar o profesor (todo eso llegó a ser entre una cosa y otra) se convierte, como bien contó Javier Rioyo en su película (Asaltar los cielos), en el único asesino español de las enciclopedias universales sobre criminales gloriosos. Solo que en este caso su historia no es como han querido inventarla. Sino increíblemente mejor.

Héroe para unos, asesino para otros, el agente secreto Mercader, alias un sinfín de identidades, es conocido en el mundo por ser autor de su obra más significativa. Un 20 de agosto del que ahora se cumplen setenta y tres años, consigue matar al líder de la Revolución rusa con la ayuda de un piolet de niño que clava en la cabeza de su víctima sentada a la mesa de su despacho de la casa en el barrio de Coyoacán (México, D.F.) donde Trotsky vivía fortificado temiendo que su obsesionado enemigo consiguiera liquidarlo.
 
La mano que mueve la cuna
En el barrio de Sarriá, lugar encantador donde los haya, donde posteriormente se instalarán a vivir los mejores escritores del boom latinoamericano, en la calle de Sant Gervasi de Cassoles, numero 24, en este edificio de pisos distinguidos nace Ramón, hijo de Pau Mercader y Caridad del Río. El padre fabricante catalán. La madre, de momento: sus labores. Por poco tiempo. Aburrida de parir cinco hijos y soportar un marido que le disgusta (para excitarla sexualmente la lleva a espiar por el ojo de la cerradura escenas vivas de burdeles) se vuelve anarquista y cabecilla de la célula terrorista que hará explotar una bomba en la fábrica de su todavía esposo. El bueno de Pau consigue internarla en el psiquiátrico de Sant Boi. Y no por guerrillera sino por neurasténica, término con el que cierta sociedad distinguía a “excéntricas o desviadas” de la época. Cualidades ambas se dan por igual en el temperamento de la madre del futuro asesino. La morfina campa por las venas de Caridad mezclada a su joven fervor revolucionario. Naturalmente, sus compinches logran sacarla del manicomio y le ayudarán también a cruzar la frontera junto a sus cinco hijos pequeños e instalarse a vivir en el sur de Francia.

Caridad Mercader, la mano que mueve la cuna del crimen de su hijo, con una biografía merecedora a su vez de ser contada, descubrirá en Toulouse, Aix y Burdeos las mieles del sexo, la revolución marxista y los tan temidos y admirados agentes secretos de Stalin. Nada menos que a Alexander Orlov, Ernö Gero y Leonid Eitingon, los tres agentes más importantes de la NKVD tristemente conocidos en España, entre otras cosas, por su papel protagonista en el oro de Moscú, la matanza de los republicanos del POUM y la CNT y la desgraciada instalación de las chekas comunistas. Los dos últimos, sin moverse de la bella Languedoc francesa, mantienen amoríos con Caridad mientras, dedican el tiempo a matar rusos blancos huidos de la URSS y a preparar su entrada feliz en la que será la desestabilización final de una España agónica. Nahum Eitingon, también llamado Leonid, será su preferido. La madre de Ramón se enamorará del más atractivo, íntegro y disciplinado de los tres y junto a él ingresará de lleno a comulgar en al altar del dios Stalin donde permanecerá fiel y devota hasta el día de su muerte, en París (1975), con la foto del tirano durmiendo bajo el colchón de su cama, según me ha contado su único nieto. No será extraño entonces que al entierro de Caridad, aparte de escasos familiares, asistiera una delegación soviética que se hizo cargo de las exequias.

Ramón, en Francia, va creciendo en sabiduría y gracia del marxismo. Adora a su madre (tiempo tendrá después para odiarla un rato) y se ocupa de salvarla de varios intentos de suicidio clamorosos. ¿Razones? Droga y depresión, tal vez. Sumado a su amor por el mujeriego Eitingon. Amante difícil de soportar para una mujer romántica y apasionada como ella. Ramón, sin embargo, quiere y admira a su padrastro del que aprende tácticas de guerrilla, disciplina comunista y a desenvolverse como futuro agente especialísimo del Kremlim.

En fecha indeterminada de 1931, tras la proclamación de la Segunda República española, la familia Mercader del Río regresa a Barcelona. Ramón, instruido para atender y servir mesas en el restaurante francés de Caridad, encuentra trabajo de maitre en el Hotel Ritz. Es un comunista convencido al igual que su madre y hermanos. Forma parte de una peña clandestina que, bajo el nombre afortunado de Miguel de Cervantes, se reúne periódicamente en el barrio del Raval hasta que la noche del 12 de junio de 1935 será detenido, junto a otros participantes, y encarcelado en la prisión Modelo de Valencia. Esta vez, por poco tiempo. El 16 de febrero del siguiente año, el llamado Frente Popular Español (agrupación de los principales partidos de izquierda) consigue ganar las elecciones previas al golpe de estado que ocasionará la Guerra Civil.

Época fatídica de la historia, que diría nuevamente Kafka. Amnistía inmediata de los presos, buenos y malos, sin distinción. Mercader, deducimos, pertenece al primer grupo. Ya se habla de él como de un actor americano dado que su valentía no le impide vestir con elegancia y cuidar su aspecto. Se ha educado en Francia. Detalle que no está de más. Enamora a todas las mujeres. Habla varios idiomas a la perfección. Es inteligente y de fuerte temperamento, aunque más controlado que el de su madre. Quiere ser militar pero se le deniega por comunista. Por esas fechas, recuperada la libertad y todavía no iniciada la sublevación de los militares en España, Ramón colabora con su madre en la fundación del Partit Socialista Unificat de Catalunya. Quiere regresar a su trabajo en el Ritz pero no lo admiten por su pedigrí político. Decide, entonces, ganarse la vida como profesor de catalán y dedica su tiempo libre a ser deportista de élite en calidad de capitán del equipo de equitación (reliquias de su educación en el Real Club de Polo). Forma parte, además, del Comité Organizador de las Olimpiadas Populares de Barcelona, creada como protesta a los Juegos Olímpicos de Berlín (ambas en 1936) en las que Hitler quería demostrar la supremacía de la raza aria.

“El espíritu olímpico no estará en Berlín, sino en Barcelona”, afirmaba la prensa de izquierdas de la época. El día antes de la inauguración, un 19 de julio de 1936 de todos conocido, los militares sublevados toman las calles y frustran la celebración de esta Olimpiada Popular justo unas horas antes de realizarse. Ramón salta del Estadio Olímpico, donde se celebra el ensayo general, a liderar las calles y se suma de inmediato al movimiento popular que en veinticuatro horas vence la revuelta. En plena plaza de Cataluña consigue robar un cañón a los rebeldes y es aplaudido por su hazaña. Su carrera combatiente sube como la espuma. Se coloca en primera línea de batalla. Pasa de ser capitán de mando, con proezas notables en Cataluña, Aragón y Guadalajara, a ser nombrado Comandante del V Regimiento. La madre y el hijo están luchando en el frente de Tardienta donde, heridos por metralla enemiga, serán trasladados a Lérida por breve tiempo.

En fecha aproximada en la que Ramón Mercader es ascendido a comandante, muy lejos de España, en la ciudad de Moscú, el duro Stalin, a quien los íntimos llaman “cariñosamente” Soso, reúne en su despacho a su mano derecha, el verdugo Laurenti Paulovich Beria y al Jefe de Operaciones Especiales de la NKVD, Pavel Sudoplatov. Sin más preámbulos, les da la orden terminante, a vida o muerte, de liquidar a su enemigo del alma León Trotsky. Para tal encargo, que obsesiona al dictador desde hace años, los compromisarios utilizarán a los policías secretos en activo de la guerra española: Erno Gero, Leonid Eitingon y Alexander Orlov responsables directos de asesinatos a mansalva de trotskistas y poumistas. Finalmente, sólo contará con dos de ellos pues Orlov se ha despedido a la francesa de Stalin para fugarse sine die a Estados Unidos. Consigue así salvar su vida chantajeando al Gran Jefe. Una proeza gigante dadas las proclividades diabólicas del amo.
 
A matar o morir
Se planifican tres estrategias de atentado sirviéndose para todas ellas de agentes rusos en la sombra, además de una selección de los mejores combatientes de la guerra civil a los que han enviado a la URSS a fin de adiestrarlos con rigor soviético. Ramón Mercader será el último. O el primero de la lista, según se mire. El As de la jugada. El único que, por cierto, no visitará el país de Stalin hasta después de haber cometido el asesinato.

La protagonista espía de la primera misión, frustrada desde su inicio debido a la traición de Orlov, es una hermosa patrullera española llamada África de las Heras que ha sido infiltrada como secretaria de Trotsky. Los literatos se alegrarán de saber que con identidad camuflada, la agente África llegará a ser la esposa del escritor uruguayo Felisberto Hernández. Una segunda misión tiene como cabeza visible, aunque no real, al pintor mexicano y ex brigadista David Alfaro Siqueiros. El 24 de mayo de 1940, Siqueiros, junto a veinte combatientes más, irrumpirán, todos borrachos, en la fortaleza de Trotsky de Coyoacán, número 45 de la calle de Viena; la casa prestada por Frida Kalo y Diego Rivera a El Viejo, como la pintora mexicana gusta de llamar cariñosamente a su amante-amigo. Es de noche, van armados hasta las cejas, disparan balas con ametralladora incluida pero sin dar en el blanco y ni siquiera rozar el cuerpo de la víctima acurrucada en el suelo de su dormitorio junto a su esposa Natalia Sedova. El dirigente de esta misión es Iosif Grigulievich, otro agente ruso.

Queda solo una última oportunidad: la operación activa del llamado por la red de espionaje secreto: Grupo Madre. El nombre resulta de lo más apropiado al trío familiar que conforma la tercera misión de riesgo: Caridad (madre), Eitingon (padrastro) y Mercader (hijo). Sudoplatov, Jefe de la GPU, ha dejado claro a sus acólitos que Eitingon perderá la vida de no lograr, esta vez, el objetivo. Por supuesto, no se trata de un encargo de última hora. El mismo ex jefe de la KGB, en un último lavado de imagen publicará lo siguiente: “Mi misión consistía en movilizar todos los recursos de la NKVD para eliminar a Trotsky, el peor enemigo del pueblo”. De ahí el importante operativo secreto “Madre” en el que Ramón Mercader será la estrella del trabajo.
 
Jaques Mornard, el James Bond de Stalin
Otro día cualquiera de 1938, cuando los comunistas saben que la Guerra Civil está perdida, Ramón, que se encuentra luchando en Guadalajara, en primera línea de batalla, desaparece de España. Caridad, la madre, ha ido en persona a transmitirle el encargo. Pero, ahora, el hijo no viajará a Moscú como algunos creen. Su destino está en París. Llega a la ciudad resucitado de periodista belga, hijo de diplomático, nacido en Teherán, educado en La Sorbonne y llamado Jacques Mornard. Fachada de joven frívolo, galán discreto, relativamente culto, y millonario. Lo diré en palabras de la escritora Teresa Pàmies, que lo conoció bien: “Las chicas se lo rifaban, y le conocí tantas novias que no podría nombrarlas a todas”.

¿Qué se espera del tal Mornard? Un equivalente al James Bond de Stalin. Idéntico cometido que el de un agente supremo de película. Enamorar locamente a una mujer que lo conducirá por ello al escenario del crimen. Sólo que la elegida no es ni de lejos la más guapa. Se llama Silvia Ageloff, esamericana, trotskista y hermana de Rita, la secretaria del “enemigo” de Stalin. Otra mujer espía, la periodista americana Ruby Weil, mientras se hace pasar por trotskista cuando, en realidad, trabaja para un funcionario del Komintern, se convierte en amiga de Silvia y hará de celestina intermediaria.

(Tómese nota de la fe puesta en Stalin para que sus agentes supremos sean de origen judío, tal vez como él mismo, lo que tampoco privó al antisemita de asesinarlos según su conveniencia)

El flechazo de Silvia por el falso Jacques Mornard es inmediato. La historia del encuentro, noviazgo y propuesta de matrimonio, con cartas de amor incluidas, es apasionante y digna de ser visitada con sosiego. En esta película de espías se mueven entre París, México, Nueva York con escenas de crimen al uso, prisión, psicoanálisis, juicio, tretas e intento de suicidio de la enamorada al saberse traicionada e imputada en el asesinato. ¿O atentado? El matiz importa. Durante el noviazgo de Mornard con la engañada Silvia llega incluso a confesarle su necesidad de cambiar de identidad. Puesto que la pareja debe viajar a México, meta de la misión secreta del espía, le pone como excusa que como belga puede ser llamado a filas (estamos ya en 1940, inicio de la Segunda Guerra Mundial) y el triple agente pasa a llamarse ahora Frank Jackson, ingeniero de minas y con pasaporte canadiense.

Ni por un momento cabe creer que el agente trabaja en solitario. Una secuencia muy interesante del hombre que supo vivir callado lo impide: se trata de la red de espionaje que lo sostiene y se encarga de todo el operativo soviético en las Américas. Es de una perfección inusitada para los medios primitivos de la época, aunque CIA, la Agencia de Inteligencia Americana, insuperable al parecer en temas de espionaje, irá siguiendo paso a paso todos los movimientos secretos del operativo “liquidar a Trotsky”. La documentación es accesible. “Que se maten entre ellos”, debieron pensar los estadounidenses.

El Jefe inestimable de la Red se llama Grigorij Rabinovich (alias Roberts, alias Judío Francés), ha sido enviado a Nueva York y se encarga de la intendencia personal, documentación falsa, mantenimiento económico y vivienda de todos los agentes de la NKVD dispersos por el mundo. Roberts mueve a sus figuras como genial atleta del ajedrez soviético. Organiza una empresa doble de importación y exportación en Brooklyn que actua de tapadera del operativo “Madre” y para la que dice trabajar Mercader mientras corteja a su futura esposa Silvia Ageloff y pasea en su flamante Buick al matrimonio Trotsky, cuando, en realidad, la supuesta empresa, pantalla de un centro de transmisiones soviéticas es espiada a su vez, como es de esperar, por el espionaje de Estados Unidos.

Otro importante agente de la GPU es Iosif Grigulievich, alias “el escritor”, entre otras múltiples máscaras, y dibujante de un mapa de asesinatos que empiezan en Argentina, siguen en España y se extiende a otros lugares del mundo. Dirigió el frustrado Grupo Padre, con las ametralladoras y la pandilla de asaltantes ebrios de Siqueiros dispuestos a asesinar a Trotsky. Fue el agente comisionado por Stalin en 1953 para eliminar a Tito, presidente de Yugoeslavia y responsable, según la opinión del Gran Jefe, de un régimen fascista y trotskista. Una de las tres variantes para liquidarlo consistía en la entrega de “un obsequio que contenía un veneno que actuaría instantáneamente después de un período de tiempo determinado”. La muerte de Stalin detiene el proyecto aunque no la serie infinita de libros publicados por el agente “intelectual” del gran dios. Fue amigo de Pablo Neruda, que conocía sus tretas estalinistas, así como de otros escritores a los que fue engañando sobre su verdadera identidad. Utilizó seudónimos como Grig, Don Pepe, Romualdich pero el nombre de Grigulievich quedará en la literatura como autor de libros sobre las vidas de Bolívar, Che Guevara, Allende, Siqueiros…, entre otros personajes latinoamericanos.

El tercer agente, de los cuatro dirigentes intelectuales de los atentados contra Trotsky es un hombre en la sombra que trabaja desde México, actua bajo los nombres de Carlos Contreras y Enea Sormenti y no es otro que Vittorio Vidali, nacido en 1900 en la ciudad de Trieste, brigadista en la guerra española con cargo de comisario político y comandante del V Regimiento y al que se le atribuyen un sinfín de ejecuciones. Entre las primeras el asesinato de Andreu Nin, cuya eliminación en la operación Nikolai, dirigida por Orlov, se la disputan Grigulievich y este último. De él se decía; “Es más frío que el acero”. Y enamoradizo… como buen italiano. Le imputan la muerte del comunista cubano Julio Mella, esposo de Tina Modotti solo porque Vidali estaba fascinado por la fotógrafa.

Más tarde lo responsabilizarán también de la muerte súbita en un taxi de Modotti cuando ésta acababa de abandonar el Partido Comunista. El Kremlin no perdona a sus desertores, y los celos pasionales de sus agentes, aun menos. Trotsky lo definió como uno de los agentes más crueles de la GPU en España. Y cuando Modotti murió en 1942 de un infarto, en un taxi, indispuesta y saliendo de una cena de amigos íntimos, celebrada a manera de despedida de Tina y Vidali, no faltaron las sospechas sobre una posible responsabilidad de Vidali, ya que Modotti sabía muchas cosas y, lo que era peor, empezaba a tener dudas serias sobre el sistema soviético. La GPU empleaba venenos que ocasionaban paros cardiacos sin dejar rastro. El escritor Victor Serge, crítico manifiesto contra el estalinismo, morirá en 1947, en México, según dicta el informe forense, de un ataque cardiaco y dentro de un taxi. La escritora Elena Garro, quien a la sazón frecuentaba los medios estalinistas, cuenta que su amiga Angélica Selke le dijo refiriéndose a Tina: “Yo estoy segura de que Carlos se la cargó…” Vidali es el agente que mejor a sabido borrar su nombre de la historia de la policía política de la URSS.

No tuvo la misma suerte Leonid Eitingon (alias Tom o Kotov), quien culminará con éxito el caprichoso encargo del dictador gracias a la proeza de su hijastro, Ramón Mercader del Río. Voces diversas plantean una disputa en el trío familiar por ver quien de los tres será el autor directo del asesinato de Trotsky. Dicen que Mercader se impuso a su padrastro, pero la preparación del joven republicano comunista para ser agente de élite invalida el argumento de la deliberación de candidatos. Lo que sí se da como cierto es que Caridad fue la impulsora del crimen político por la mano de su hijo predilecto.

Dos películas importantes lo relatan el suceso del crimen al detalle, además de libros y múltiples artículos. Mercader-Mornard (interpretado por el mismo Alain Delon) consigue entrar en el despacho de Trotsky. Lleva como armas un piolet, un puñal y una pistola. Opta por la primera y radical opción. Sus padres lo están esperando en la calle al volante de un coche preparado para la fuga. Clava el piolet en la cabeza de la víctima mientras está concentrada en lectura del escrito que el visitante le lleva como cebo. Consigue herirlo mortalmente pero con tiempo a gritar el nombre del asesino. Este es detenido y golpeado por los guardias. Madre y padrastro huyen al aeropuerto. El hijo lleva en el bolsillo una carta escrita por Rabinovich en la que su alter ego Mornard certifica que el “atentado obedece a algo personal ya que conoce en persona a Trotsky y lo ha decepcionado”. Dice más cosas.

Pantomima, claro. Una sola verdad: su prometida Silvia no tiene nada que ver con ello. No son palabras vanas las de su defensa aunque leyéndolas parezcan las propias de un estúpido. Así es la imagen del héroe soviético que la URSS quiere dejar para la historia pública. La prioridad de la misión radica en que Stalin no se vea nunca involucrado en algo tan ruin como este asesinato. Nadie se atreverá a mencionar la orden. Ni el autor del crimen ni tampoco los últimos comunistas arrepentidos de la época. Al fin, el mundo entero terminará conociendo al responsable del mandato, pero la sombra de la duda seguirá borrando la verdad histórica y la imagen del ejecutor del homicidio “político” a Trotsky quedará desvaída y falseada hasta ahora.
 
La segunda vida de Ramón Mercader
Con la detención por asesinato de Jacques Mornard en la prisión de Lecumberri (México, D.F.) comienza la segunda vida de Ramón Mercader. La persona que vivirá en el Palacio Negro y la que, una vez cumplida la condena de veinte años, saldrá de allí será otra distinta a la anterior. ¿Un hombre nuevo? El condenado sufrirá por parte de sus guardianes torturas periódicas durante los primeros seis años de prisión. Los soportará con bravura propia de un agente de su categoría. Pese al dolor infligido no abrirá la boca ni siquiera para quejarse. Al principio, vivirá incomunicado del resto de los presos. El juez de su causa, Raúl Carranza Trujillo, psicoanalista criminológico de tesis avanzadas para la época, somete al condenado a un largo psicoanálisis del que desprende “un activo complejo de Edipo por parte de una madre dominante y de una figura paterna siniestra”. Se refiere a Stalin, por supuesto. Rubén Gallo, en su libro Freud y Stalin en México, incluye los ejercicios de Mornard en respuesta a las pruebas psicoanalíticas y añade la felicitación que Sigmund Freud envía a su colega mexicano, el psicólogo juez Carranza cuándo este le remite el libro de su trabajo con el “desmemoriado”.

El hombre sin nombre seguirá protegido por el dictador y sus acólitos. Su silencio vale oro. De ahí que en los veinte años de internamiento una comisión dirigida desde México por el agente secreto Kupper se ocupe de “vigilar” a Mercader, de costear su defensa y de hacerle la vida lo más confortable posible en Lecumberri. El preso especial dedicará su tiempo a la lectura, al estudio y la formación personal. Electrotecnia e historia son sus materias preferidas. Tiene la celda forrada de libros y comparte prisión con el artista Siqueiros, liberado pronto por la intervención de Pablo Neruda, y con los escritores Álvaro Mutis, José Agustín y William Burroughs. En algún sentido sigue permaneciendo mudo pese a las palizas continuas, aunque muy pronto conseguirá fama en la cárcel por una razón esta sí heroica. Se encarga de alfabetizar a más de mil presos de lo que se derivará, en alguna medida, una nueva identidad para el asesino. Recibirá el sobrenombre de El Santo. Así es como los reclusos llaman al oculto agente. Lo dijo la actriz Sara Montiel cuando lo visitó en Lecumberri y supo contarlo: “Mató a Trotsky pero malo no era”. Para un estalinista convencido como Mercader el mote de los presos resultaba irónico. Su hazaña solidaria se extenderá por todo el país y será el mismo presidente de la República mexicana quien entrará en prisión a condecorarlo por su labor humanitaria.

En el ecuador de su condena se descubre, al fin, la identidad del preso, para desgracia de su familia catalana que cierra filas ante tan terrible noticia. ¿Un catalán, de buena cuna? Pocos quieren creerlo. Alguno que otro artista e intelectual de izquierda se atreve a visitarlo. Su madre, Caridad Mercader, con un gran sentido de culpabilidad (llora mucho su desgracia en la URSS) se presenta en México y explica al agente Kupper que tiene un plan perfecto para liberar a su hijo. Los agentes no quieren ni oir hablar de ello, pues años antes la red mexicana se ha quitado de encima, entre otros descreídos de la causa estalinista, a Modotti. A Caridad Mercader haciendo de las suyas, en México, los súbditos del Kremlin no la soportan y van a ocasionarle un fortuito accidente de coche del que la buscada víctima sale ilesa, si bien fracasará el proyecto de huida de su hijo. “Marimandona”, le reprochará Ramón, por meter las narices donde no la llaman.

Lo que nadie espera de este preso desmemoriado es que estando en el temido Palacio Negro se enamore, esta vez probablemente sin estrategia previa, de una bailaría folklórica llamada Roquelia, hija de aquella cocinera que la red soviético-mexicana ha contratado para ocuparse de su comida. Mercader ya entra y sale de la cárcel con la discreción de un invitado a prisionero. Por supuesto, su silencio no tiene precio. Y cautivo o libre sabe muy bien que es hombre sentenciado pese a ser (lo dijo en secreto) el comunista más leal a Stalin de todos los comunistas conocidos y por conocer.

“He cometido un crimen y debo pagar por ello”, es uno de sus dos pensamientos clave. El otro: su convicción de que el atentado contra Trotsky obedeció a un crimen político, un acto de guerra propio de la época que le tocó vivir.

Este Mercader reaparecido, caída ya su careta de Mornard, tiene cuarenta y siete años cuando, una vez cumplidos los veinte de condena, sale discretamente de Lecumberri y corre a Moscú junto con su esposa Roquelia. Comienza entonces su prisión dorada. En la Unión Soviética es recibido con todos los honores y condecorado con la más alta distinción de su país de asilo, la de Héroe de la URSS y también la medalla de Stalin. Y pese a que el nombre que le han adjudicado sea otro, el festejo se celebrará, es claro, en la más estricta intimidad y anonimato. Tampoco, allá, en tierra extraña, nadie debe estar al corriente del motivo de tal altísima distinción que permitirá a Mercader moverse por la capital moscovita con todos los privilegios posibles. Todos salvo uno: La libertad de ser él mismo. Hasta el día de su muerte, e incluso años después de ser enterrado se le conocerá como Ramón Paulovich López. Marca de la casa: la que obliga a los agentes a disfrazarse de continuo desde que años atrás, durante la primera visita del joven Stalin a la vieja Europa, cuando llega a Viena con pasaporte griego, decide vestirse de mujer para ejemplo y figura de sus funcionarios especialísimos del futuro.

¿Le importaba a Mercader tener que ser siempre otro? No, especialmente. En Moscú lee con voracidad. Escribe páginas y más páginas en los libros de la Historia del Partido Comunista Español y escucha música. Pasa el tiempo. Se aburre. Sueña con escapar. Le duele en el alma, en esos largos años que vivirá en la URSS junto a su mujer e hijos adoptados, la decepción y desencanto del sistema soviético, el tedio que siente Roquelia, el suyo propio, las purgas que padecerán sus colegas espías, incluido su padrastro Eitingon, la formación de los hijos, las traiciones, el desengaño por los presidentes posteriores, Kruchev y Breznev (a éste último lo detesta) y por encima de todo la lejanía del mar de su país de origen: Cataluña.

Mercader quiere irse. Una conocida de Roquelia, hija de republicano español y vecina de la casa, va tomando confianza con la familia. La amistad crece. Comparte con Mercader la grisura del sistema y la jaula de oro en la que el héroe vive de sol a sol. Un buen día, ella se informa sobre la llegada de Fidel Castro a la Unión Soviética (27 de abril de 1963). Conocedor de que durante la famosa visita la amiga y vecina va a trabajar como intérprete del Presidente cubano, Ramón se atreve a pedirle: “Trata de decirle a Fidel que quiero ir a vivir a Cuba y que le agradecería como un favor que tuviera la amabilidad de invitarme”. Tampoco parece que esta misión pueda ser viable. Pero el destino vuelve a “ayudarle” y Castro acepta de inmediato la propuesta. Los rusos, por su lado, tampoco se aferran a la idea de mantener a perpetuidad a su asesino extraño. Más bien les molesta tener a este héroe desmemoriado campando por sus fueros. En Moscú fue siempre un personaje a quien no gustaba enseñarlo en público. Lo admiraban y temían al mismo tiempo.

“Soy una patata caliente para todo el mundo”, dice de sí mismo a la amiga y única apuntadora de confidencias.

Nada más cierto. El viaje de Mercader a Cuba requiere ser organizado despacio como es norma de los países del rincón Este de aquel mundo. Roquelia y los hijos viajarán primero. La amiga del matrimonio, los seguirá de inmediato. También ha aceptado un trabajo en La Habana, único paraíso que algunos latinos de la URSS pueden permitirse. Mercader, sin embargo, debe quedarse en Moscú a fin de ultimar trámites de salida y recibir, según fecha sabiamente programada, otro premio honorífico que el 9 de mayo de 1964 sus camaradas de la KGB le hacen como regalo de despedida. El regalo consiste en un reloj de pulsera que Ramón López ata de inmediato a su muñeca, si bien, con tan mala suerte que, unas semanas más tarde, estando todavía solo en Moscú, el agente especial se siente enfermo, y es ingresado con el pulmón obstruido por un derrame. Mercader ha cumplido 51 años. El diagnóstico del resultado de las pruebas en el hospital moscovita no parece del todo claro. Varios especialistas, amigos de la familia, sospechan que es cáncer pero nunca realizan análisis ni biopsia. Su padrastro Eitingon lo visita en el hospital y al salir lanza a Luis Mercader, hermano de Ramón, la lapidaria frase: “Algo le deben haber hecho. ¿No lo habrán envenenado?”

¿Qué clase de enfermedad? Mercader quiere conocer el nombre pero es difícil responder claramente estas preguntas si el agente está “tocado y hundido”, una patata caliente. Así que cuando viaja a La Habana descenderá del avión herido de muerte. Sospecha la gravedad de su estado pero, terco en su silencio, el hombre sombra se aviene a trabajar como asesor de Fidel Castro. ¿Es creíble? Del trabajo que Mercader hace en Cuba para el Presidente Castro se ignora todo. Posiblemente asesora poca cosa o apenas nada. Mientras lo permite su enfermedad se presenta a diario a un edificio del Gobierno. Por supuesto, va acompañado de un escolta. Se mueve solo. Sin amigos. Y el único extranjero que consiguió estar con él en la isla caribeña fue un sobrino suyo, pariente lejano mío, que viajó ex profeso para visitarlo.

El escritor Cabrera Infante cuenta que cuando él y otros intelectuales se enteraron de la presencia Mercader en La Habana fueron a ver a su dirigente para reprocharle tal invitación. Castro les contesto que había dado la autorización “a pedido de una nación amiga” a la que debía “favores”.

El cáncer ha ido minando su cuerpo y son semanales las visitas al hospital cubano. La amiga leal, una de las pocas sino la única que nuestro agente puede permitirse, lo acompaña y ayuda en todo lo necesario. También ella ha aprendido a callar pero, por fortuna para la memoria histórica, es más joven que Ramón y calla menos. Y dará su testimonio riguroso, casi clandestino, de la vida cotidiana del héroe soviético durante los quince años de la tercera vida de Mercader, ahora Ramon López, nacido en Moscú.

No existe ningún diagnostico exacto de los últimos años de vida de Mercader a pesar de ser atendido en las mejores clínicas moscovitas y por la mejor clínica de La Habana. Corre la sospecha de que Mercader fue envenenado antes de salir de Rusia. El temido veneno colocado, en esta ocasión, en un reloj de pulsera. Nadie quiere ni puede certificarlo. Pero todos dudan. Nadie se atreve a hablar claramente.

En 1977, en plena transición española, Ramón Mercader, sentenciado y casi moribundo, el agente secreto más importante de la Unión Soviética, Héroe absoluto declarado por Stalin, solicita a Santiago Carrillo su deseo de morir en Cataluña, en el pueblo de veraneo de su infancia. El Secretario General del Partido Comunista de España, el hombre que también tuvo muchas vidas y mucho que guardar dentro del armario, le da una respuesta malévola, sobre todo viniendo de él. “De acuerdo”, le dice, “te doy permiso si a modo de arrepentimiento escribes una confesión completa de las actividades realizadas a los largo de tu vida y de quién te dio la orden del asesinato”.

Agente honorífico como, pese a todo, nuestro héroe sigue siendo, Mercader rechaza categórico la oferta envenenada de su colega respondiéndole que él “nunca traicionará a los suyos”. Considera la propuesta una deslealtad a la organización para la que ha trabajado teniendo en cuenta, además, que muchos agentes de aquella operación siguen vivos en la URSS.

La condición del Zorro Rojo clama al cielo. El hombre al que se le reprocha no haber dado nunca una explicación sincera de los hechos desgraciados de Paracuellos (purgas y asesinatos), y cuya responsabilidad está demostrada, exige un mea culpa y la confesión de la verdad al héroe, colega y camarada responsable de un solo asesinato.

Abandonar Moscú para regresar a Barcelona “ni que sea barriendo calles”, fue un sueño que sólo consiguió realizar a medias. Ramón morirá en La Habana un 19 de octubre de 1978 sin dejar prueba alguna de arrepentimiento por haber matado a León Trotsky. Sin embargo, sí lo lamentó a su manera. Comentó en más de una ocasión que había sido utilizado. A un amigo que lo conoció bien, en un momento de melancolía le dijo:
“Lo de Trotsky fue una acción justa en su tiempo pero jamás volvería a matar a otro hombre pese a que también existieran motivos ideológicos para hacerlo”.

El también llamado “brazo armado de Stalin” tenía una personalidad que dará todavía para mucha tinta. Prefiero fiarme de él. Del hombre que supo guardar un secreto a costa de perder su identidad, su vida, su verdad histórica y todo ello para no traicionar a la Bestia que sus camaradas habían alabado durante tanto tiempo. Y a la que, por cierto, Mercader nunca conoció personalmente.

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