Estación Finlandia Fernando Hernández Sánchez
Enrique Lister Forján (1907-1994), como tantos otros personajes coetáneos, resume en su biografía todos los avatares, sucesos y contradicciones que jalonaron el convulso siglo que le tocó vivir. Pocas generaciones como la suya fueron llamadas a protagonizar los acontecimientos más decisivos de la Historia Contemporánea: la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la expansión exterior del “socialismo real” y su progresiva esclerosis interna hasta el derrumbe final del modelo en los años 80…. Pocas, también, tuvieron la oportunidad de ver pasar ante sus ojos el ciclo completo de una era, la que conforma lo era que el historiador británico E.J. Hobsbawm ha denominado “el corto siglo XX”Lister – cuyo nombre real era Jesús, y su apellido Liste, al que añadió una “r” final para dotarlo de eufonía internacionalista y revolucionaria- nació en 1907 en la aldea coruñesa de Ameneiro y, cumpliendo el destino de muchos gallegos de aquel comienzo de centuria, se vio abocado a emigrar a Cuba, donde además del oficio de cantero adquirió la fe comunista que profesaría hasta su muerte. De regreso a la Península, se afilió al PCE en 1928 y se inició en la azarosa vida del militante clandestino.
Con la llegada de la República y la necesidad de dotarse de
un contingente de cuadros capacitados, el partido envió a Lister a la Unión
Soviética, donde recibió formación política y militar, y tuvo ocasión de
participar personalmente en esa metáfora de la edificación del socialismo que
fueron las obras del Metro de Moscú. A su retorno a España, en 1935, fue
encargado del aparato antimilitarista en el seno de las fuerzas armadas,
paradójica misión para quien llegaría a ser general de cuatro ejércitos –el de la
República Española, el Ejército Rojo de la URSS, el polaco y el yugoslavo-.
Junto a Juan Modesto Guilloto, compañero de vicisitudes con el que mantendría
una dicotómica relación de proximidad y recelo, organizó y adiestró la fuerza
paramilitar comunista, las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC).
Estas, que operaron en principio como un instrumento de autodefensa, se
convertirían en la base comunista de reclutamiento al producirse la sublevación
militar contra el gobierno del Frente Popular en julio de 1936. A partir de ese
momento, la figura de Enrique Lister iría cobrando una relevancia pública que
correría paralela a la del prestigio de la unidad que contribuyó a forjar, el
Quinto Regimiento de Milicias Populares, primero, y la XI División del Ejército
Popular, posteriormente.
Cuando el gobierno de la República decidió dotarse de una
fuerza militar centralizada sobre la base del encuadramiento de las milicias
sindicales y de partido, Lister se contó entre los oficiales de nuevo cuño, no
profesionales, que nutrieron la médula del nuevo Ejército Popular Regular,
esmaltando su historial con los topónimos de batallas libradas, en la mayor
parte de los casos, con más valor que medios y más moral que eficacia: el
Jarama, Brunete, Guadalajara, Teruel, el Ebro… La figura de Lister adquirió
entonces tintes épicos: la propaganda de guerra lo ensalzó, y poetas como
Antonio Machado declamaron en versos vibrantes su deseo de trocar la pluma por
su pistola.
Pero, al mismo tiempo que para unos se convertía en
personalidad legendaria, emblema de una lucha de liberación nacional que
llevaba en su seno el germen revolucionario de una democracia de nuevo tipo,
para otros se erigía en el verdugo de la auténtica revolución proletaria. La XI
División a su mando fue la herramienta
que Negrín, Prieto, el PCE y, en general, los partidarios de recuperar para la
República el monopolio de la autoridad juzgaron adecuada para suprimir el poder
concurrente del Consejo de Defensa de Aragón, hegemonizado por los libertarios.
Durante el verano de 1937, las fuerzas de la XI División ocuparon Caspe y
liquidaron el universo de experiencias colectivizadoras emprendidas por los
anarcosindicalistas. Y Lister no dudó en
aplicar mano de hierro cuando lo consideró preciso: le precedía una fama en la
que no escaseaban las alusiones al empleo de una severidad ejemplarizante e
intransigente en la punición de las desviaciones o la tibieza en el combate. Él
mismo no lo negaba, pues nada tenía que reprocharse quien había hecho de una
acerada disciplina la guía fundamental de su acción política.
Las siete pruebas de Enrique Lister
Porque si hay una palabra que caracterice la relación que
Enrique Lister mantuvo con la fuerza política a la que perteneció desde 1928 es
“disciplina”. La disciplina era la garantía de la preservación de la unidad del
partido, el valor supremo al que había que supeditar todo interés personal.
Incluso en los momentos más difíciles, la disciplina se impuso sobre la
tentación de emprender una batalla política interna: “Me retenía siempre lo
mismo: el temor al daño que con ello pudiera causar al Partido [...] La unidad
del Partido estaba por encima de todo otro interés o de todo otro sentimiento.
Ese era el deber supremo y a ello debía estar supeditado todo lo demás” [1]
Esa disciplina fue puesta a prueba en distintas ocasiones,
hasta que en agosto de 1970 el veterano dirigente se encontrara, por primera
vez en cincuenta años, excluido de las filas del PCE. El pretexto, el rechazo a
la condena de la intervención soviética de 1968 en Checoslovaquia, constituiría
el último eslabón de una prolongada cadena de fricciones, cuyo origen se
remontaba al periodo final de la guerra civil española, y cuyos eslabones se
habían ido soldando unos a otros a lo largo de un cuarto de siglo de pertenencia
a los órganos de dirección.
La primera prueba: el fin de la guerra civil
Los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar a partir
del 5 de marzo de 1939 no solo lastraron durante décadas las relaciones entre
las fuerzas del exilio antifranquista; las diferencias de criterio en el seno
del PCE acerca de cuál debería haber sido la reacción correcta de sus
dirigentes ante la rebelión de Casado, determinaron también la aparición de
líneas de fractura que solo se suturaron a golpe de escisiones y purgas en los
años subsiguientes. Algunos de los más significados cuadros políticos y
militares del PCE fueron llamados a capítulo por la Internacional Comunista
para explicar su comportamiento durante los días transcurridos entre la
sedición del Consejo Nacional de Defensa (CND) y su salida de España. Lister
informó personalmente a Dimitrov a su llegada a Moscú, el 14 de abril de
1939[2].
Lister manifestó su descontento por la forma en que se
condujo la campaña de Cataluña y la evacuación de Barcelona. También se mostró
sumamente crítico con el hecho de que la plana mayor del partido se hubiera
trasladado casi íntegramente a Cataluña, siguiendo al gobierno Negrín,
descuidando la zona central y evidenciando una total falta de previsión para la
adopción de medidas preparatorias del
paso del partido a la clandestinidad. Sus críticas alcanzarían tonos más
acerados cuando constató que no todos los que habían alcanzado refugio
momentáneo en Francia tenían previsto retornar a España para continuar la resistencia:
“En el avión en que salí de Toulouse para la zona centro-sur –recordaría más
tarde- la noche del 13 al 14 de febrero de 1939 […] íbamos trece pasajeros a
pesar de que el avión tenía 33 plazas. Es decir que veinte iban vacías”[3].
El ambiente en la zona central era cada vez más hostil
contra Negrín y el PCE. Un creciente sector del arco político y militar
republicano confiaba en que una negociación directa entre elementos castrenses
de ambos bandos, prescindiendo tanto del gobierno que apostaba por la
resistencia como de los comunistas que lo apoyaban, y con la ayuda de una
mediación internacional de carácter diplomático y humanitario, podía conducir a
un armisticio pactado. En estas circunstancias, la promoción por el gobierno
Negrín de Lister, Modesto, Cordón y otros militares de adscripción comunista
–con el correlato de una previsible intensificación de la resistencia y una
prolongación de la guerra- fue el
pretexto que arguyeron los partidarios de la rendición para sublevarse.
La desorientación, la imprevisión y la desmoralización se
apoderaron de los mandos comunistas concentrados en el aeródromo de Monóvar la
madrugada del 5 al 6 de marzo de 1939.
Se tomó la decisión de que Dolores Ibárruri, Pasionaria, emprendiera el camino
del exilio junto a Negrín, El resto de la dirección presente (Vicente Uribe,
Manuel Delicado, Modesto, Lister, Enrique Castro Delgado, Luis Delage, Pedro
Checa y Alfredo –Togliatti) trató sobre la posibilidad de ofrecer resistencia
al Consejo de Defensa. Togliatti interpeló a Lister y Modesto acerca de si el
PCE tenía fuerza para hacerse con la situación, a lo que contestaron que no.
Lister, en concreto, dijo que “no solo ahora, pero jamás la tuvo el partido
solo, para ello”[4].
Con este dictamen, Togliatti convalidaba la decisión de
cerrar la página de la guerra, para
pasar a organizar la lucha clandestina y sacar del país a la mayor parte de la
cúpula del PCE, que partió hacia Orán entre los días 6 y 7 de marzo. Con la
salida de España del grueso del Buró Político, la situación de la organización
era crítica: por fuga o por captura de sus principales dirigentes, se
encontraba prácticamente descabezada y falta de línea a seguir[5]. Fue en ese
momento cuando el sector político-militar comunista rellenó el vacío dejado por
la dirección desaparecida. Jesús Hernández se hizo cargo de la resistencia a
Casado en Valencia, obteniendo del general Menéndez, representante del Consejo
en Levante, ciertas garantías que libraron al partido de una persecución como
la que se desencadenó en Madrid, donde los responsables provinciales comunistas
combatieron al CND durante una semana. Cuando partieron de Monóvar, algunos
cuadros político-militares se habían ido pensando que todo había acabado. Al
tener noticia de los sucesos de Madrid, no pudieron por menos que manifestar su
contrariedad por haberles privado de la posibilidad de seguir luchando. Lister
y Manuel Tagüeña figuraron entre ellos,
y así lo expresaron cuando fueron interpelados en las reuniones de balance
sobre el fin de la guerra. Pero, en agosto, el pacto germano-soviético
arrojaría una capa de silencio sobre las conclusiones de lo que había sido el
primer episodio de combate abierto contra el fascismo en Europa. La línea de
Moscú viró 180º, y Lister acató la nueva situación disciplinadamente.
Segunda prueba: La pasividad forzada en la guerra mundial
A su llegada a la URSS, los evacuados españoles fueron
conducidos a distintos destinos, dependiendo de su puesto en el organigrama del
partido y de su nivel de especialización. Los dirigentes se instalaron en
Moscú, en el famoso “Hotel Lux”, residencia habitual de los representantes
extranjeros en la Komintern. Los mandos militares fueron divididos en dos
grupos: los de carrera – como Francisco Galán y Antonio Cordón- se integraron en
la Academia Superior Vorochilov; los procedentes de milicias -Lister, Modesto,
“El Campesino”, Tagüeña…- lo hicieron en
la Academia Frunze. Los demás militantes fueron destinados al trabajo en fábricas
de los alrededores de Moscú.
Al producirse la invasión nazi de la URSS, Lister y
Modesto fueron enviados al Cáucaso, tras
finalizar su estancia en la Frunze, donde sus resultados académicos no habían
sido especialmente brillantes. Cuando pensaban que el mando militar soviético
iba a emplearles en el frente de Moscú, recibieron la orden de trasladarse a la
retaguardia. Al llegar al lugar asignado en la orden, relataba Hernández en
carta a Pasionaria, “sin apearlos del tren, recibieron una nueva orden que les
empujaba, ni más ni menos, que hasta el Taskent. Omito describirte la cantidad
y calidad de mala ‘molko’ que llevaban los hombres […] Ellos razonaban que una
vez que habían sacado los estudios, o bien que les utilizasen en el Ejército o
que los liberasen definitivamente y que el Partido los enviase a las fábricas.
Lo aceptaban todo menos transformarse en eternos estudiantes sin perspectiva.
Según dicen, a todos los camaradas soviéticos que habían acabado el curso con
ellos, en cada estación iban llamándoles y dándoles destino. Y ellos
¡evacuados!”[6]
Desde Taskent remitieron varias cartas a Hernández
urgiéndole a instar la incorporación de los españoles al Ejército Rojo[7]. Los militares que habían superado los cursos
de Estado Mayor de la Academia Voroschilov, como Antonio Cordón, ya habían
dirigido peticiones en igual sentido a los máximos dirigentes de la
Komintern[8]. Pero el 27 de noviembre de
1942, Modesto se lamentaba: “Desde luego estamos cabreados Jesús, en serio,
porque ya está bueno lo bueno. Ya hemos llegado a la convicción de que aquí no
se nos utilizará nunca, y entonces nos preguntamos si nuestro destino es ver
pasar el tiempo en este Tashkent, yo creo que podemos servir para otra cosa”. Y
Lister insistía una semana después: “Los
militares seguimos como antes, nada ha mejorado ni nada ha cambiado, nadie cree
en su empleo en el frente, ni en la posibilidad de ir a observar nada al frente
[…] Nos parece que año y medio enterándose de los tiros desde 4.000 kms. del
frente ya está bueno, y no es que nosotros nos creamos que sabemos de la guerra
más que nadie, pero no tampoco como se creen […] y si el uniforme y las
graduaciones son un obstáculo para nuestro empleo, lo abandonaríamos sin pena
con tal de poder hacer algo más útil de lo que estamos haciendo”.
Los dos tuvieron la ocasión de manifestarle sus demandas a
Dimitrov en sendas reuniones, el 4 de mayo y el 14 de julio de 1943. Se
lamentaban de no haber sido empleados por el Ejército Rojo a pesar de haber
concluido los cursos de capacitación hacía más de dos años y solicitaban que,
si no podían ser utilizados en la guerra contra los alemanes, se les enviara al
exterior, “más cerca de España, para participar en la preparación de la insurrección
contra Franco”[9].
La guerra terminó sin que los jefes del antiguo Ejército Popular
pudieran poner a disposición de la URSS la experiencia adquirida en España. En
compensación fueron enviados a Yugoslavia, en noviembre de 1944, con la misión
de asistir con sus conocimientos a las fuerzas triunfantes comandadas por Josip
Broz, Tito. Lister, de nuevo, aceptó las órdenes con disciplina.
Tercera prueba: la sucesión en el PCE
Cuando José Díaz puso fin a su vida, arrojándose por la
ventana del hospital en que convalecía en Tiflis, se desencadenó la pugna por
la sucesión entre el antiguo Ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández,
y Dolores Ibárruri. Como atestiguan muchos de quienes les trataron en el exilio
soviético, Lister y Modesto se habían encontrado entre los más fervientes
propagandistas de Jesús Hernández y se contaban entre los asiduos a su
apartamento del “Hotel Lux” mientras fue considerado el sucesor indiscutible de
Díaz[10]. Los puntos de coincidencia entre Lister, Modesto y Hernández habían
sido, fundamentalmente, la oposición al arribismo de Francisco Antón. Ambos mantuvieron
públicamente una virulenta oposición a la relación entre Antón y Dolores
Ibárruri, aunque Lister asegurara años más tarde que sus profundas
discrepancias con “los métodos intolerables de dirección [empleados por Antón]
y con su conducta inmoral” no significaba necesariamente estar conspirando
junto a Hernández: “Hernández era más
antiguo que Antón en el BP. Había desempeñado cargos más importantes que Antón
y para toda la emigración aparecía teniendo más responsabilidad que Antón,
incluso en las cosas de la emigración en la Unión Soviética […] Lo que no quería Jesús Hernández, como no lo
queríamos ninguno de los que estábamos al corriente de la cuestión, era tener
un secretario general consorte. No queríamos a Antón como secretario general
del Partido y a Dolores como tapadera” [11].
Cuando Hernández fue enviado a México y expulsado del
partido, Lister y Modesto rectificaron radicalmente sus posiciones. Ello les
valió la crítica de ponerse a la sombra de quienes combatían a la dirección
hasta que, derrotados, volvía a ponerse a la sombra de los dirigentes
supremos[12]. Lister tuvo ocasión de lavar su imagen en dos ocasiones, ante la
delegación del Comité Central del partido en Moscú, reunido para dar cuenta de
la suspensión de militancia de Hernández en México, y en la asamblea de los
militares españoles de las academias Frunze y Vorochilov. La
autoexculpación de Lister recorrió los
clásicos derroteros de las imputaciones culposas (las relaciones de Hernández
“con sujetos políticamente indeseables”, su “actitud desleal y
antisoviética”, la corrupción como
resultado de la ambición y la degeneración…), y no estuvo exenta del
ingrediente de sospecha consustancial al
estalinismo: Hernández quizás no actuaba por cuenta propia; su sistemática
labor de descomposición de la unidad del partido estaba dirigida a, “en el
momento que ellos [Hernández y sus acólitos] creyeran conveniente o cuando
alguien se lo ordenara, dar el golpe al Partido, golpe que le permitiría alcanzar
el puesto máximo en él”[13].
Habiendo sido pública su proximidad al ex-Ministro caído en
desgracia, su nuevo posicionamiento trajo consigo que el crédito personal de
Lister y Modesto se resintiera entre la emigración. Algunos comentarios sobre
el cambio de actitud de ambos generales no podía ser más contundentes
(“[Nuestro acercamiento a Dolores] nos ha valido que alguno nos haya dicho en
la cara que hemos perdido los cojones de comunistas”), máxime si las autoras
eran dos mujeres, Caridad Mercader –madre de Ramón, el asesino de Trotski- y
Carmen Parga, la esposa de Tagüeña.
Si Modesto y Lister no solo acataron, si no que defendieron
las medidas tomadas contra Hernández y alguno de sus seguidores (como Castro
Delgado) –a pesar de sus profundas discrepancias con el círculo allegado a Pasionaria-
fue debido a su concepción de que, por encima de todo, se encontraba la sagrada unidad del partido: “Los hombres
mueren, desaparecen, el Partido queda por encima de los hombres, de las
personas y de los personajes”. La obediencia obtuvo su recompensa. Lister y
Modesto fueron cooptados al máximo órgano de dirección del PCE en la URSS, y
los generales envainaron, momentáneamente, el sable de sus críticas.
Cuarta prueba: la
disolución de las guerrillas
En febrero de 1948 Santiago Carrillo y Enrique Lister
viajaron a Belgrado en representación del Buró Político del PCE para
entrevistarse con Tito y solicitarle el lanzamiento en paracaídas de hombres y
armas sobre el Levante español en apoyo de la lucha guerrillera. Inmersos ya en
la escalada de fricciones que llevaría a la ruptura entre su país y la
Kominform, los dirigentes yugoslavos pretextaron que sus aviones no tenían
suficiente autonomía de vuelo para ejecutar la operación y retornar con
seguridad a sus bases, y que tampoco era posible el abastecimiento de hombres y
pertrechos por mar, con argumentos técnicos que convencieron a Carrillo pero no
a Lister. La ayuda yugoslava se limitó a
la entrega de 30.000 dólares. Tras quince días de estancia en el país balcánico, los dirigentes comunistas españoles
regresaron a París sin conseguir su propósito.
Tampoco encontraron ecos más favorables en otros lugares. En
septiembre del mismo año, Pasionaria, Carrillo y Antón se entrevistaron
personalmente con Stalin en Moscú. De aquella reunión trascendió la indicación
del mandatario soviético sobre la conveniencia de disolver las guerrillas que
operaban en la Península, una vez comprobado que el despliegue de la Guerra
Fría excluía cualquier posibilidad de intervención aliada en España para
derribar la dictadura del más veterano socio del Eje. Un mes después, el Buró
Político del PCE trasmitió la consigna de clausurar la etapa de la lucha
armada.
Lister, el político disciplinado, no podía dejar de aceptar
la nueva línea, máxime si en su origen se encontraba el mismísimo Stalin. Pero
Lister, el militar, que había sido encargado por el partido de la coordinación
de las fuerzas en armas del partido, no se plegó a conceder incondicionalmente
su asenso a una medida cuya aplicación, demorada durante –al menos- dos años,
juzgó efectuada en virtud de intereses espurios. Para él, el paso de la lucha
guerrillera a otras modalidades de lucha clandestina se hizo en las peores
condiciones posibles (de forma gradual, sin medios ni directrices de
repliegue…) y, lo que es más grave, sembrando la sospecha y el enfrentamiento
entre los integrantes de los propios destacamentos guerrilleros. Lister veía en ello la mano oculta de quienes
estaban imprimiendo bandazos estratégicos a la línea del partido, no con la
intención de ajustar sus métodos de lucha al nuevo contexto de una dictadura
consolidada en el interior y que recomponía sus alianzas en el exterior, sino
con el más mezquino objetivo de escalar posiciones en la dirección partidaria
con vistas a un relevo de la vieja guardia. Pero, una vez más, el Lister
miembro del Buró Político calló, a pesar de que su confianza en la cúpula
dirigente estuviera siendo, cada vez con más intensidad, sometida a duras
pruebas.
Quinta Prueba: la
desestalinización
En febrero de 1956, Lister y el resto de la alta dirección
comunista española se encontraba en Moscú para asistir al XX Congreso del PCUS,
el primero tras la desaparición de Stalin, muerto tres años antes. Ninguno de
ellos estaba preparado para lo que ocurrió: una de las últimas sesiones fue
declarada secreta, y el acceso exclusivamente limitado a los delegados
soviéticos. No tardó en conocerse su contenido: Durante horas, el secretario
general, Nikita Kruschov, fue desgranando ante los asombrados delegados el
relato de la degeneración del proyecto leninista, la conformación de un
monstruoso altar de culto a la personalidad, y el terrible correlato de
persecuciones y crímenes ejecutados bajo la égida de Josif Stalin.
Cuando los representantes extranjeros accedieron al
contenido del denominado “informe secreto”, las reacciones fueron de sorpresa e
incredulidad. Pasionaria, Uribe, Mije y Lister pasaron una noche en blanco,
prácticamente en estado de shock, analizando las consecuencias del texto. No
eran los únicos: cuadros dirigentes de todos los países, intelectuales y
compañeros de viaje que habían glorificado al dirigente bolchevique –“cabeza de
sabio, rostro de obrero y traje de soldado”, “guía genial”, “padre de los pueblos”-
asistían atónitos a la voladura de un mito. El tiempo verificaba la intuición
de Picasso, que había recibido feroces críticas por el retrato que realizara
para la edición de L´Humanité que anunció la muerte del líder: “Se quejaban de
que no lo había representado majestuosamente, pero quizás llegue el día en que
lo que me reprochen sea haberlo pintado”.
Lister nunca metabolizó las conclusiones del informe de
Kruschov. En aplicación del principio de “los hombres pasan, pero el partido
permanece”, encontró el ámbito de reserva mental suficiente como para
cohonestar las críticas a los excesos de Stalin con la caracterización como
jefe revolucionario que nunca dudó en atribuir al georgiano. Stalin fue, a su
juicio, el Robespierre soviético, y si el rigor –no exento de los abusos
inevitables en un contexto de guerra contra el enemigo interior y exterior- del
Incorruptible había sido integrado en la interpretación canónica de la
revolución burguesa, ¿por qué no habría de ocurrir otro tanto con la lectura de
la soviética cuando los historiadores del futuro situaran el foco de su
análisis sobre el periodo estalinista? Para Lister, los resultados del régimen
le exoneraban en gran parte de los abusos: la conversión de la URSS en
superpotencia industrial y militar, la victoria sobre el nazismo, la extensión
del “socialismo real” a la tercera parte del globo, absolvían a Stalin de la
aniquilación de cualquier tipo de oposición. Como si en el estrangulamiento de
la democracia socialista, en la instauración de un sistema de burocracia
gerencial y en la conformación de una
economía que primaba la acumulación estatal sobre el bienestar de los
ciudadanos no se encontrasen los gérmenes que iban a provocar la esclerosis,
primero, y la implosión, por último, del modelo que se pretendió alternativo a
la hegemonía mundial del capitalismo.
Quizás Lister estaba incapacitado para percibir el calado
del daño infligido por el estalinismo al proyecto socialista, deslumbrado -como
lo estaba su generación- por la percepción del recuerdo de la ayuda soviética a
la República española. Él, como el resto de los líderes del PCE durante la
guerra civil –Dolores Ibárruri, Uribe, Antón…- tenían muy difícil reelaborar un
imaginario en el que Stalin ya no ocupase el lugar de preferencia. Lo cierto es
que tampoco ellos iban a tener mucho tiempo para adaptarse al nuevo discurso:
por desplazamiento, cese o depuración, la mayoría habrían de ceder su puesto
ante el empuje de una nueva generación
que se creyó legitimada por la nueva coyuntura para tomar las riendas
del partido.
Sexta prueba: el ascenso de Santiago Carrillo
Las relaciones entre Lister y Santiago Carrillo nunca fueron
cordiales. Para el gallego, el asturiano representaba el ascenso de un grupo
generacional dentro del partido que, debiendo –por edad- haber empuñado las
armas contra el fascismo, se había emboscado en la retaguardia o en un distante
exilio en tierras americanas, desde donde había aguardado el momento de asaltar
la cúpula de la organización. La primera vez en que Lister compartió
responsabilidades con Carrillo fue ya en Paris, tras el fin de la guerra
mundial. Semprún recuerda los cumplidos envenenados que se dedicaban si, por
casualidad, ambos accedían al mismo tiempo al local donde se reunía el Buró
Político: “Monsieur le Géneral, s´il vous plait”… “Aprez vous, monsieur le
Ministre…”
Los choques se sucedieron a medida que Carrillo y sus
adláteres ocupaban posiciones de mayor responsabilidad. El disciplinado Lister
siguió callando en público, pero en privado no dejó de prestar atención a
cuantas quejas se le trasmitían sobre el comportamiento de Carrillo, cuya
estrategia de acceso al poder percibía jalonada de deslealtades personales y
colectivas, de persecuciones a competidores y adversarios, y hasta de
tentativas de eliminación.
No es que Lister se escandalizara por la severidad
practicada contra quienes pudieran considerarse enemigos de la línea del
partido: ni durante la guerra ni en el exilio le tembló el pulso a la hora de
sancionar las desviaciones de la ortodoxia. La cuestión, ahora, era que las
purgas se dirigían no contra infiltrados o desviacionistas, sino contra
militantes probados en las duras luchas de la guerra mundial y la resistencia,
y en última instancia, contra aquellos que conformaban el friso de la dirección
partidaria durante la epopeya de la guerra civil. Cayó Uribe en el congreso de
Praga de 1954; Antón fue enviado de forma humillante a la cadena de montaje de
una fábrica de motocicletas en Varsovia; Pasionaria recibió un impulso hacia la
presidencia honorífica del partido que, en realidad, enmascaraba una pérdida
total de poder ejecutivo…
Después de 1956, Santiago Carrillo y su cohorte de
antiguos miembros de la dirección de la JSU (Claudín, Federico Melchor, Ignacio
Gallego…) pasaron a dominar la dirección del PCE en detrimento de la vieja
guardia, imprimiendo al partido nuevos giros estratégicos que, en un periodo de
conmoción del movimiento comunista internacional –con el cisma chino y el
impacto de la revuelta húngara de 1956-, no dejarían de tener consecuencias en
el seno de la militancia.
Séptima prueba: la ruptura de la fidelidad a la URSS
Cuando la noche del 20 de agosto de 1968, los tanques del
Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para aplastar el experimento
reformista conocido como la “primavera de Praga” no solo liquidaron la última
posibilidad de evolución democratizadora de un régimen socialista desde dentro,
sino que acabaron de volar en pedazos el mito de la comunidad de países
socialistas que avanzaban juntos y fraternalmente hacia el comunismo, bajo el
liderazgo patriarcal de la URSS. La intervención en Checoslovaquia se reveló
como un ataque preventivo inscrito en la mera estrategia soviética de
conservación de su glacis defensivo en la Europa central.
Las reacciones contra la invasión, desde dentro del propio
mundo comunista, difirieron sustancialmente de las suscitadas por la
intervención en Hungría doce años antes. No existía en aquellos momentos un
clima de aguda confrontación bipolar, como el de la Guerra Fría, y en el
universo progresista, la Unión Soviética, criticada por el maoísmo y
cuestionada por la nueva izquierda que surgía en torno a los movimientos del
68, había perdido definitivamente el papel de referente. En este contexto,
algunos partidos comunistas de la Europa occidental se desmarcaron de la
operación del Pacto de Varsovia: unos, como el italiano, porque precisaban
resaltar su autonomía si querían tener opciones de acceder al poder; otros,
como el español, porque necesitaban desmarcarse del estigma de la dependencia
de Moscú para acrecentar su papel en la oposición al régimen. En este último
caso, además, pesaban las derivaciones de la línea de reconciliación nacional y
de superación del recuerdo de la guerra que el equipo de Carrillo había
imprimido al partido desde su ascenso a la dirección.
La marginación de los viejos mitos emblemáticos de la
guerra, unido al alejamiento de las posiciones soviéticas en política
internacional – lo que los ortodoxos valoraron como un abandono del
“internacionalismo proletario”- fueron los factores que sometieron el
proverbial acatamiento de la disciplina partidaria por parte de Lister a su
prueba definitiva. Entre la condena del PCE de la intervención en Praga, en
1968, y el verano de 1970, Enrique Lister no cesó de reclamar un
pronunciamiento colectivo del partido sobre lo que juzgaba una traición de sus
dirigentes a los principios definitorios de la naturaleza del PCE. En ese
proceso, desbordados por fin los diques que había autoimpuesto a su crítica
durante los últimos veinticinco años, sacó a la luz todos los puntos de
discrepancia, desde el final de la guerra hasta la fecha. Pero si contaba con
que su carisma de peso pesado podía conservar aún algo de autoridad moral,
valoró mal sus fuerzas. La mayor parte de los veteranos no quiso romper con el
partido, ni someterlo a las tensiones de un debate interno cuyos resultados, en
términos de escisión, se presentían. Al fin y al cabo, se comportaron tal como
él lo había hecho durante décadas siempre que habían surgido disidencias: “los
hombres pasan, el partido permanece”. Para la nueva hornada de dirigentes
jóvenes, Lister era poco más que una figura ligada al pasado, incómoda,
incluso, en los tiempos que corrían, en los que la línea del partido se
inscribía en un discurso de superación del recuerdo de la guerra.
Lister apenas arrastró consigo a un puñado de cuadros y
militantes aunque, cumpliendo una ley implícita de las escisiones comunistas,
pretendió que con ellos se marchaba la esencia del partido, dejando para los “revisionistas”
apenas la cáscara vacía bajo unas siglas históricas usurpadas. Lister recuperó
la antigua denominación de PCOE para su grupo, que tuvo una existencia modesta
y poco rutilante, tributaria de un discreto reconocimiento de gratitud por
parte de la URSS, que le permitió sobrevivir orgánicamente hasta que la caída
de Santiago Carrillo, durante la crisis del eurocomunismo en los años 80,
permitiera al veterano comunista gallego retornar al partido de cuyo imaginario
había sido un referente emblemático.
Enrique Lister murió
en 1994, al mismo tiempo en que se clausuraba una era, aquella que había sido
testigo de los afanes de una generación en cuyas manos fue depositada la
responsabilidad de liderar las grandes batallas contra la barbarie del siglo,
pero que, al mismo tiempo, no pudo
evitar que periclitara la energía que había
erigido la Revolución de Octubre en hito fundacional de un mundo nuevo.
[1] LISTER, E: ¡Basta! Una aportación a la lucha por la recuperación del Partido. Ed. G. Del Toro, Madrid, 1978, pp. 221-222.
[2] DIMITROV, G: Diario. Gli anni di Mosca, Einaudi, Turín, 2002, entrada del día 7 de abril de 1939 y pp. 168-169.
[3] LISTER, E: Así destruyo Carrillo el PCE. Barcelona, Planeta, 1983, p. 16.
[4] DIMITROV, op. cit., pp. 168-169.
[5] AHPCE, Documentos, La lucha armada del pueblo español por la libertad e independencia de España, 1939, carpeta 20.
[6] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández, Carta a Dolores Ibárruri, 18/11/41.
[7] AHPCE, Dirigentes, Jesús Hernández, “Informes sobre situación en la URSS”, 31/12.1.
[8]
El 23 de noviembre, Dimitrov había recibido a Cordón y le había
prometido tomar iniciativas políticas para resolver la cuestión
DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 543.
[9] DIMITROV, Gli anni di Mosca…, p. 642.
[10]
AHPCE, Documentos, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y
Vorochiloff …, “Informe de Ignacio Gallego”, 6 de mayo de 1944; y AHPCE, Documentos, caja 25, Reunión del CC. 5/5/44, “Intervención de Enrique Lister”, 1944
[11] LISTER, E, op. cit. p.94-97
[12] VÁZQUEZ MONTALBÁN, M: Pasionaria y los siete enanitos. Barcelona, Planeta, 1995, p. 244.
[13] AHPCE, Documentos, 1944, caja 25, Acta de la reunión de las Academias Frunze y Vorochiloff…6 de mayo de 1944.
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