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lunes, 28 de mayo de 2012

Españoles en el infierno blanco

El ingeniero Bornet fue el primero que denunció la situación
de los republicanos en el Gulag. (DDMH-FEDIP)
Marta Rebón, Rusia Hoy 10/01/12
Hay libros necesarios y éste es uno de ellos. “Españoles en el Gulag. Republicanos bajo el estalinismo” rescata del olvido las voces de los españoles cautivos en la Rusia soviética, a quienes las autoridades franquistas acabarían por convertir en iconos anticomunistas. Al país más extenso del mundo no sólo llegaron «niños de la guerra» o refugiados políticos, sino también marinos y aviadores a quienes sorprendió allí el desenlace de la guerra civil. Asimismo, en territorio soviético se encontraba un puñado de soldados de la División Azul, así como medio centenar de republicanos detenidos en Berlín por tropas rusas. Son vidas llenas de vicisitudes y sufrimientos, en especial durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial, momento en que fallecieron varios de ellos. Otros fueron a parar a la «ratonera de hielo del Gulag», a esas latitudes donde, en palabras de Shálamov, los «pájaros no cantan» y «las flores no tienen olor».
Sobre este esclarecedor ensayo, erigido a modo de cenotafio, conversamos con su autor:
 -Para escribir este libro ha tenido que bucear en vidas anónimas, dotar de rostro a nombres y apellidos rescatados de áridos documentos. De entre todas esas vidas repletas de rocambolescas travesías, ¿cuál le llamó más la atención y por qué?

Españoles en el Gulag” es una panorámica sobre un colectivo de republicanos que, contra toda lógica política, acabaron en los campos de trabajo forzado. Pero ese enfoque general está elaborado a partir de relatos en singular, protagonizados por ciudadanos de a pie. Entre las biografías destacaría las de José Tuñón y Pedro Cepeda, que en enero de 1948 planearon salir de la Unión Soviética en un avión, ocultos en las maletas de dos diplomáticos argentinos. Tuñón incluso lo intentó, pero fue descubierto en pleno vuelo. Fueron detenidos y condenados a veinticinco años de trabajos forzados. Entre tanta devastación, sin embargo, se produjo un episodio estimulante en los campos, esperanzador: diez españoles fueron padres en Kok-Usek, Kazajistán. Las compañeras eran, por lo general, judías austríacas.
 -¿Cuántos republicanos llegó a haber en los campos soviéticos? ¿Y divisionarios?
En mi libro aparecen inventariados 185 republicanos. Es un listado restrictivo, es decir, solo figuran quienes acabaron en el Gulag por motivos políticos, los del artículo 58 del Código Penal soviético. Murieron 27, el 14%. Si sumáramos a los que estuvieron entre alambradas por “delitos comunes”, generalmente relacionados con robos en épocas de hambruna, podríamos alcanzar los trescientos internados. En cuanto a los divisionarios, hubo en torno a 450, de los que murieron 91, es decir el 24,2%. Podríamos excluir del recuento divisionario a 75 de esos 450 hombres, que o bien eran desertores o se pasaron en los campos al “grupo antifascista”, y que fueron liberados en 1949.
 -Uno de los aspectos más sorprendentes es la pasividad con que se comportaron los dirigentes del PCE en Moscú. El «negacionismo» fue la actitud que adoptó en general la izquierda europea. ¿Cree que estaba “intoxicada” por las campañas de información lanzadas por las autoridades soviéticas o bien eran conscientes de lo que ocurría y preferían mirar a otro lado?
 En el análisis histórico resulta decisivo el matiz, el famoso “detalle” del que hablaba Nabokov. Los responsables de lo que sucedió a los republicanos fueron las autoridades soviéticas, que monopolizaban en exclusiva el poder coercitivo, pero los comunistas españoles conocían la situación de los “desafectos” y no tenemos noticias de que intentaran mejorarla. Por el contrario, a partir de 1947 podemos afirmar que la responsabilidad de los dirigentes españoles es meridiana. Cuando en 1948 los rusos proyectan liberar a los republicanos, fueron los líderes españoles quienes se opusieron: temían que los internados regresaran al exilio francés y con sus relatos impugnaran, por una parte, la posición central del PCE en el ámbito de oposición al franquismo y, por la otra, que se derrumbara el mito de la Unión Soviética como “paraíso del proletariado”. Por lo que respecta a la segunda parte de la pregunta, señalar que Stalin y sus secuaces fueron unos consumados maestros del disimulo. Hasta después de comenzada la guerra fría, existían pocas informaciones fiables sobre Rusia. Y no sólo la izquierda se mostraba comprensiva con el estalinismo sino prácticamente todos los intelectuales europeos de prestigio.
 -Dice en su libro que no pueden ni deben compararse el Gulag y los Lager nazis. ¿Podría desarrollar esa idea?
Aunque novelistas como Jorge Semprún, antiguo dirigente comunista, o historiadores como Tomasz Kizny los equiparan, pienso que ese criterio incluye una especie de perversión conceptual y semántica. Algo parecido sostienen Primo Levi o especialistas como Kotek y Rigoulot. Un campo de concentración se diferencia de un establecimiento de trabajo forzado porque en el primer caso se llega a él por quién se es (judío o gitano o español), mientras que al segundo se accede por lo que se ha hecho (delinquir, disidencias ideológicas...). En la Unión Soviética había españoles en libertad, la mayoría, y españoles en los Kontslager. En los campos de concentración la libertad no dependía de la voluntad del internado, mientras que los españoles pudieron haber dejado las alambradas fácilmente: aceptando la permanencia “voluntaria” en la URSS. Algunos así lo hicieron, y fueron liberados, aunque no todos estuvieron dispuestos a pagar el precio de esa libertad a medias. Por otra parte, existe la tentación de evocar los Lager nazis cuando se habla de los campos de trabajo. Especialistas como el citado Kizny reprochan a la influyente opinión pública occidental porque se “niega a aceptar que se establezca la menor comparación entre el Gulag y el Holocausto”. Un asunto polémico todavía hoy. En los campos soviéticos no se practicaban ni el racismo ni el etnocidio (un tema a debate; ejemplo: la última publicación de Timothy Snyder), ni los vigilantes estaban aislados físicamente de los prisioneros; al contrario, vivían entre ellos. Ni tampoco hubo hornos crematorios, ni el objetivo era la muerte de los internados. Como se puede observar, existían muchas diferencias. Ello no es óbice para constatar la catástrofe demográfica que significó el Gulag, y su crueldad sin límites.
 -En el libro habla de un episodio que califica «de alto calibre emocional y simbólico”: la unión entre republicanos y franquistas. ¿Cómo fue posible ese acercamiento?
A partir de 1942, cuando fueron llevados a Kazajistán, los republicanos coincidieron con algún que otro divisionario. Pero fue desde 1948 cuando las autoridades soviéticas, suponemos que con apoyo entusiasta —era la norma— de los comunistas españoles, decidieron anudar la suerte de divisionarios y republicanos, reuniéndolos en los mismos campos. Los republicanos, a partir de esa fecha, fueron considerados “falangistas disfrazados”. Aunque prisioneros alemanes y holandeses —e incluso algún español— declararon sobre “conversiones” de republicanos en franquistas, lo testimonios más solventes limitan esas afinidades al anticomunismo radical de unos y otros y en una especie de españolismo exacerbado por la distancia. Desde el punto de vista personal, los unían, además de la vida desgraciada en los campos, la nostalgia de la tierra y la familia, el paisanaje y la lengua.
 -Explica que el motivo de que se pusiera punto final al sistema de trabajo forzado fue, en palabras de Beria, su «ineficiencia económica». De ser una importante herramienta para la industrialización soviética pasó a convertirse en un lastre. ¿Cuáles fueron los motivos de tan drástico cambio?
El Gulag era un método asequible y rentable de conseguir mano de obra esclava para sentar las bases de la industrialización soviética. Pero ya desde finales de la Segunda Guerra Mundial se escuchaban críticas en el aparato comunista sobre las deficiencias del sistema. Cuando Beria propuso en 1953, después de la muerte de Stalin, desmantelar los campos, estos constituían una rémora para la economía debido a una serie de problemas: pésima organización, burocracia corrupta, elevados subsidios estatales, costes exagerados en guardias, alimentos… La muerte de Stalin y la ineficiencia de los campos hicieron posible la libertad de los republicanos (y divisionarios) españoles.

 -¿Cómo fueron acogidos los españoles que, tras su liberación, regresaron a la España franquista?
Los primeros 38 republicanos repatriados llegaron, junto con 248 divisionarios, el 2 de abril de 1954 a Barcelona, donde fueron recibidos, según la prensa de la época, por casi un millón de personas. Estos primeros republicanos fueron los privilegiados del Gulag: les consiguieron trabajo, les reconocieron laboralmente los años de los campos, les ayudaron a adquirir una vivienda y en general, conforme a la documentación existente, las autoridades tenían un buen concepto de ellos. El franquismo incluso los utilizó políticamente: venían de la Unión Soviética convertidos en anticomunistas y regresaban además “voluntariamente a la Patria de todos”. Para el régimen dictatorial eran el mejor reclamo de cara al exterior en los prolegómenos de la entrada de España en la ONU; al contrario de los divisionarios, que evocaban el apoyo del franquismo a los hitlerianos. Los demás internados en el Gulag regresaron con los casi tres mil españoles que se repatriaron en siete expediciones que tuvieron lugar entre 1956 y 1959. Aunque no fueron tratados con el mismo entusiasmo que los de Barcelona, tampoco tuvieron motivos para las quejas. Unos y otros exhibían un salvoconducto infalible para vivir sin problemas en el régimen de Franco: su anticomunismo visceral. Como anécdota final, reseñar un caso sorprendente: el piloto Quintín López Moreno, que había estado en el Gulag entre 1941-1948, regresó a España en enero de 1947 y diez meses después reemigró a la Unión Soviética, donde trabajó de chófer hasta su jubilación.

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